jueves, 18 de julio de 2013

SANTIFICACIÓN DE LOS LABIOS.

Y tocando con él sobre mi boca, dijo: He aquí que esto tocó tus labios, yes quitada tu culpa, y limpio tu pecado. Isaías 6:7.

Mediante su don celestial, el Señor hizo amplia provisión para su pueblo.  Un padre terrenal no puede dar ni transferir al hijo un carácter santificado.  Unicamente Dios es capaz de transformarnos.  Al soplar sobre sus discípulos, Cristo les dijo: "Recibid el Espíritu Santo" (Juan 20:22). Cristo pone al profeta el manto de justicia.

Este es el gran don del cielo.  Mediante el Espíritu, el Señor impartió su propia santificación, y dotó a los suyos de su poder para ganar conversos al evangelio.  De allí en adelante Cristo viviría mediante sus capacidades y hablaría por intermedio de las palabras de ellos.  Los discípulos recibieron el privilegio de saber que desde ese momento eran uno con el Señor.  Deberían apreciar sus principios, y ser controlados por su Palabra.

Lo que dijeran procedería de una razón renovado y sería expresado por labios santificados.  Dejarían de ser egoístas; Cristo viviría y hablaría por su intermedio.  Les dio la gloria que tuvo en el Padre, para que ellos y él pudiera ser uno con Dios.

En las cortes celestiales el Señor Jesús es nuestro Sumo Sacerdote y nuestro Abogado.  [El hombre no tiene otro intercesor que no sea Cristo, ni ningún confesor que no sea Cristo]  Los adoradores no aprecian la solemne posición en la cual nos encontramos respecto a él.

Para nuestro bien presente y futuro necesitamos comprender esta relación.  Si somos hijos suyos, estaremos unidos unos a otros, [sin criticas, sin mentiras, sin robos, y sin desear la supremacía de sus hermanos] y vinculados a la fraternidad cristiana.  Al estar ligados por el mismo vínculo sagrado que une a los que son lavados en la sangre del Cordero, nos amaremos unos a otros del mismo modo como él nos amó.

Unidos a Dios en Cristo, hemos de vivir como hermanos. Gracias a Dios contamos con un gran Sumo Sacerdote que ascendió a los cielos: Jesús, el Hijo de Dios.  Cristo no entró a lugares santos hechos por manos del hombre, sino en la misma morada de Dios para comparecer ante él por nosotros.

En virtud de su propia sangre ocupó los lugares celestiales una vez para siempre para obtener eterna redención para los suyos.- (G.C. B. 1º de Octubre de 1899.

E.G.W.

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