“Entonces Judá dijo a sus hermanos: ¿Qué provecho hay que matemos a nuestro hermano y encubramos su muerte? Venid, y vendámosle a los ismaelitas, y no sea nuestra mano sobre él; porque él es nuestro hermano, nuestra propia carne. Y sus hermanos convinieron con él” Gén 37:26-27.
El odio y la envidia es una manifestación de lo que alberga nuestro corazón. Pablo en su disertación a los Gálatas, expresó como era el corazón del hombre.
A toda alma se le dio que librarse la lucha de la fe. Y si uno no es guiado por esa fe, el resultado de su caminar por esta tierra terminará siendo un caos.
La envidia es una mala compañera de viaje. Los hermanos de José eran por naturaleza envidiosos, crueles, y estaban dispuesto a hacer todo lo que fuera para satisfacer su propio egoísmo.
Es un reflejo de los hijos de Dios no convertidos. Si uno es seguidor de Cristo, no puede ser áspero en su trato con los de más.
En el culto vespertino que hacemos mi amada esposa y un servidor, comentamos este hecho, y vimos que el pueblo de Dios es tibio, yo diría que esta bocio de contenido espiritual en el hombre.
Al igual que estaban los hermanos de José. Sólo había odio y envidia. Estos hombres eran duros de corazón, desprovisto de simpatía, y de amor.
Los hermanos pensaron que José había hecho poco por la familia, y no veían razón alguna de ser su heredero. Todos sus esfuerzo y toda riqueza que habían conseguido.
Su remordimiento por tanto años, no cambió su manera de pensar hasta que se enfrentaron ante José en Egipto. José aprendió en pocos días, lo que tardaría años en aprender.
En él se había fomentado rasgos de carácter que ahora debía corregir. José estaba empezando a confiar en si mismo y a ser exigente en sus actos.
Este ejemplo de José debería ser una advertencia para los hijos de Dios. Hemos sido mimados por un mundo materialista y egoísta, nos creemos con suficiencia propia para hacer lo que queramos con nuestra vida.
Nuestra vida ha sido un constante “yo” pero gracias a Jesucristo, hemos contemplado nuestra difidencia.
Cierto es: “que soltamos demasiado pronto el brazo del Señor” Y yo soy el primero, no tenemos esa confianza en nuestro Dios.
Una cosa hizo José, asedio el trono con peticiones durante el viaje a Egipto, y estando allí siguió asediando ante el trono celestial sus peticiones. José entendió que las peticiones eran seguras.
No dudemos de las promesas de Dios, acordémonos del profeta Elías, que estaba sujeto a las mismas pasiones que nosotros y oraba fervientemente.
Su fe soportó la prueba. No dudemos de las promesas de Dios, nuestra fe debe de estar segura en Cristo.
Debemos de tomar el escudo de la fe que guarda nuestros corazones, y nos cuida de los dardos del enemigo. “Yo me pongo el primero, y vosotros hacer lo mismo. Cristo es nuestro escudo Efesios 6:1.
MARANATA
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