martes, 28 de marzo de 2023

LEALTAD A SU PROMESA.

Yo lo dedicaré a Jehová todos los días de su vida. (1 Sam. 1: 11).

Elcana, un levita del monte de Efraín, era hombre rico y de mucha influencia, que amaba y temía al Señor.    

Su esposa, Ana, era una mujer de piedad fervorosa. De carácter amable y modesto, se distinguía por una seriedad profunda y una fe muy grande.

A esta piadosa pareja le había sido negada la bendición tan vehementemente deseada por todo hebreo. 

Su hogar no conocía la alegría de las voces infantiles; y el deseo de perpetuar su nombre había llevado al marido a contraer un segundo matrimonio, como hicieron muchos otros. 

Pero este paso, inspirado por la falta de fe en Dios, no significó felicidad. 

Se agregaron hijos e hijas a la casa; pero se había mancillado el gozo y la belleza de la institución sagrada de Dios, y se había quebrantado la paz de la familia. 

Penina, la nueva esposa, era celosa e intolerante, y se conducía con mucho orgullo e insolencia. 

Para Ana, toda esperanza parecía estar destruida, y la vida le parecía una carga pesada; no obstante, soportaba la prueba con mansedumbre y sin queja alguna. . .

Confió a Dios la carga que ella no podía compartir con ningún amigo terrenal. 

Fervorosamente pidió que él le quitase su oprobio, y que le otorgase el precioso regalo de un hijo para criarlo y educarlo para él. 

Hizo un solemne voto, a saber, que si le concedía lo que pedía, dedicaría su hijo a Dios desde su nacimiento. . .

Le fue otorgado a Ana lo que había pedido; recibió el regalo por el cual había suplicado con tanto fervor. 

Cuando miró al niño lo llamó Samuel, "demandado de Dios" (Patriarcas y Profetas, págs. 614-616).

Tan pronto como el niño tuvo suficiente edad para ser separado de su madre, cumplió ella su voto.

 Amaba a su pequeñuelo con toda la devoción de que es capaz un corazón de madre; día tras día, mientras observaba su crecimiento, 

y escuchaba su parloteo infantil, aumentaba cada vez más su afecto hacia él; 

era su único hijo, el don especial del Cielo; pero lo había recibido como un tesoro consagrado a Dios, y no quería privar al Dador de lo que le pertenecía. 

La fe fortaleció el corazón de la madre, y no cedió a las exigencias del afecto natural (SDA Bible Commentary, tomo 2, pág. 1008).

MARANATA.

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