viernes, 18 de septiembre de 2009

REBELIÓN EN EL CAMPAMENTO


Atrevidos y contumaces, no temen decir mal de las Potestades superiores. (2 Ped. 2: 10).

Es casi imposible a los hombres infligir a Dios mayor insulto que el que consiste en menospreciar y rechazar los instrumentos que él quiere emplear para salvarlos. . .

En la rebelión de Coré se ve en pequeña escala el desarrollo del espíritu que llevó a Satanás a rebelarse en el cielo. El orgullo y la ambición indujeron a Lucifer a quejarse contra el gobierno de Dios, y a procurar derrotar el orden que había sido establecido en el cielo. Desde su caída se ha propuesto inculcar el mismo espíritu de envidia y descontento, la misma ambición de cargos y honores en las mentes humanas. Así obró en el ánimo de Coré, Datán y Abiram, para hacerles desear ser enaltecidos, y para incitar en ellos envidia, desconfianza y rebelión. Satanás les hizo rechazar a Dios como su jefe, al inducirles a desechar a los hombres escogidos por el Señor. No obstante, mientras que, murmurando contra Moisés y Aarón, blasfemaban contra Dios, se hallaban tan seducidos que se creían justos, y consideraban a los que habían reprendido fielmente su pecado como inspirados por Satanás.

¿No subsisten aún los mismos males básicos que ocasionaron la ruina de Coré? Abundan el orgullo y la ambición y cuando se abrigan estas tendencias, abren la puerta a la envidia y la lucha por la supremacía; el alma se aparta de Dios, e inconscientemente es arrastrada a las filas de Satanás. . . Mientras procuran destruir la confianza del pueblo en los hombres designados por Dios, creen estar realmente ocupados en una buena obra y prestando servicio a Dios. . .

Al ceder al pecado, los hombres dan a Satanás acceso a sus mentes, y avanzan de una etapa de la maldad a otra. Al rechazar la luz, la mente se oscurece y el corazón se endurece de tal manera que les resulta más fácil dar el siguiente paso en el pecado y rechazar una luz aún más clara hasta que por fin sus hábitos de hacer el mal se hacen permanentes. El pecado pierde para ellos su carácter inicuo (Patriarcas y Profetas, págs. 425, 427, 428).

E. G. White

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