Hay un mal que he visto debajo del sol, a manera de error emanado del príncipe: la necedad está colocada en grandes alturas. (Ecl. 10: 5, 6).
En los días del rey Josías podía verse una extraña apariencia frente al templo de Dios. Coronando la cima del Monte de los Olivos, atisbando por sobre los bosquecillos de arrayanes y olivos, había ídolos gigantescos e indignos. Josías dio orden de que esos ídolos fuesen destruidos. Así se hizo, y los fragmentos rotos rodaron por el cauce del Cedrón. Los altares fueron reducidos a una masa de escombros.
Pero más de un adorador devoto se preguntaba: ¿Cómo surgió esa estructura al lado opuesto del valle de Josafat, confrontando impíamente al templo de Dios? No podía evadirse la sincera respuesta: El constructor fue Salomón, el rey más grande que alguna vez empuñara un cetro. Esos ídolos daban testimonio de que el que había sido honrado y aplaudido como el más sabio entre los reyes, se había convertido en una ruina humillante. . .
Su carácter antes noble, valiente y leal a Dios y a la justicia, se deterioró. Sus gastos exorbitantes para la complacencia egoísta lo convirtieron en instrumento de los proyectos de Satanás. Su conciencia se endureció. Su actuación como juez cambió de la equidad y la justicia a la tiranía y la opresión. . . Salomón trató de unir la luz con las tinieblas, Cristo con Belial, la pureza con la impureza. Pero en vez de convertir los idólatras a la verdad, los sentimientos paganos se incorporaron a su religión. Se volvió un apóstata (Manuscrito 47, 1898).
Las señales de la apostasía de Salomón permanecieron durante siglos después de él. En los días de Cristo, los adoradores del templo podían ver, justo frente a ellos, el Monte de la Ofensa, y recordar que el constructor de su rico y glorioso templo, el más renombrado de todos los reyes se había separado de Dios, y había levantado altares a ídolos paganos; que el gobernante más poderoso de la tierra había fracasado en gobernar su propio espíritu. Salomón murió arrepentido; pero las señales de su triste separación de Dios no pudieron ser borradas del Monte de la Ofensa con su arrepentimiento y sus lágrimas. Las paredes derruidas y las columnas quebradas fueron silenciosos testigos durante mil años de la apostasía del rey más grande que ocupara alguna vez un trono terrenal (SDA Bible Commentary, tomo 2, págs. 1032, 1033).
E. G. White
En los días del rey Josías podía verse una extraña apariencia frente al templo de Dios. Coronando la cima del Monte de los Olivos, atisbando por sobre los bosquecillos de arrayanes y olivos, había ídolos gigantescos e indignos. Josías dio orden de que esos ídolos fuesen destruidos. Así se hizo, y los fragmentos rotos rodaron por el cauce del Cedrón. Los altares fueron reducidos a una masa de escombros.
Pero más de un adorador devoto se preguntaba: ¿Cómo surgió esa estructura al lado opuesto del valle de Josafat, confrontando impíamente al templo de Dios? No podía evadirse la sincera respuesta: El constructor fue Salomón, el rey más grande que alguna vez empuñara un cetro. Esos ídolos daban testimonio de que el que había sido honrado y aplaudido como el más sabio entre los reyes, se había convertido en una ruina humillante. . .
Su carácter antes noble, valiente y leal a Dios y a la justicia, se deterioró. Sus gastos exorbitantes para la complacencia egoísta lo convirtieron en instrumento de los proyectos de Satanás. Su conciencia se endureció. Su actuación como juez cambió de la equidad y la justicia a la tiranía y la opresión. . . Salomón trató de unir la luz con las tinieblas, Cristo con Belial, la pureza con la impureza. Pero en vez de convertir los idólatras a la verdad, los sentimientos paganos se incorporaron a su religión. Se volvió un apóstata (Manuscrito 47, 1898).
Las señales de la apostasía de Salomón permanecieron durante siglos después de él. En los días de Cristo, los adoradores del templo podían ver, justo frente a ellos, el Monte de la Ofensa, y recordar que el constructor de su rico y glorioso templo, el más renombrado de todos los reyes se había separado de Dios, y había levantado altares a ídolos paganos; que el gobernante más poderoso de la tierra había fracasado en gobernar su propio espíritu. Salomón murió arrepentido; pero las señales de su triste separación de Dios no pudieron ser borradas del Monte de la Ofensa con su arrepentimiento y sus lágrimas. Las paredes derruidas y las columnas quebradas fueron silenciosos testigos durante mil años de la apostasía del rey más grande que ocupara alguna vez un trono terrenal (SDA Bible Commentary, tomo 2, págs. 1032, 1033).
E. G. White
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