
La conciencia le estaba diciendo verdades amargas y humillantes a David. Mientras que sus súbditos fieles se preguntaban el porqué de este repentino cambio de fortuna, éste no era un misterio para el rey. A menudo había tenido presentimientos de una hora como ésta. Se había sorprendido de que Dios hubiera soportado durante tanto tiempo sus pecados y hubiera dilatado la retribución que merecía. Y ahora en su precipitada y triste huida, con los pies descalzos, y habiendo trocado su manto real por saco y ceniza, y mientras los lamentos de los que le seguían despertaban los ecos de las colinas, pensó en su amada capital, en el sitio que había sido escenario de su pecado, y al recordar las bondades y la paciencia de Dios, no quedó del todo sin esperanza. . .
Más de un obrador de iniquidad ha excusado su propio pecado señalando la caída de David; pero ¡cuán pocos son los que manifiestan la penitencia y la humildad de David! ¡Cuán pocos soportarían la reprensión y la retribución con la paciencia y la fortaleza que él manifestó! El había confesado su pecado, y durante muchos años había procurado cumplir su deber como fiel siervo de Dios; había trabajado por la edificación de su reino, y éste había alcanzado bajo su gobierno una fortaleza y una prosperidad nunca logradas antes. Había reunido enormes cantidades de material para la construcción de la casa de Dios; y ahora, ¿iba a ser barrido todo el trabajo de su vida? ¿Debían los resultados de muchos años de labor consagrada, la obra del genio, de la devoción y del buen gobierno, pasar a las manos de su hijo traidor y temerario, que

Pero él vio en su propio pecado la causa de su dificultad. . . Y el Señor no abandonó a David. Este capítulo de su experiencia cuando, sufriendo los insultos más crueles y los agravios más severos, se muestra humilde, desinteresado, generoso y sumiso, es uno de los más nobles de toda su historia. Jamás fue el gobernante de Israel más verdaderamente grande a los ojos del Cielo que en esta hora de más profunda humillación exterior (Patriarcas y Profetas, págs. 797, 798).
E. G. White
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