"Jesús, lleno del Espíritu Santo, volvió del Jordán, y fue llevado por el Espíritu al desierto" (Luc. 4:1).En ocasión del bautismo de Cristo, se oyó una voz del cielo, que decía: "Este es mi Hijo amado, en el cual tengo contentamiento". Inmediatamente después de este episodio, Cristo fue al desierto de la tentación y comenzó allí un prolongado ayuno y, en medio de su debilidad, Satanás vino y lo tentó.
¿Por qué fue conducido Cristo al desierto para ser tentado al comienzo de su ministerio? Fue el Espíritu quien lo llevó. Por lo tanto, no fue porque lo necesitara personalmente, sino en nuestro favor, para vencer por nosotros. No fue movido por impulso. Fue guiado por el Espíritu y su humanidad fue probada como la de uno que habría de estar a la cabeza de la raza caída.
Cristo había estado y estaba en perfecta armonía con el Padre. Iba a ser probado como representante de la raza humana. El Espíritu lo condujo al desierto para hacer frente al enemigo en un encuentro personal, con el fin de vencer a aquel que pretendía ser cabeza de los reinos del mundo.
Cristo ayunó mientras estaba en el desierto, pero era indiferente al hambre. Cristo, en constante oración ante su Padre, a fin de prepararse para resistir al adversario, no sintió las angustias del hambre. Pasó el tiempo en ferviente oración, en comunión con Dios. Era como si hubiera estado en la presencia de su Padre. Buscaba fortaleza para enfrentar al enemigo, y obtener la seguridad de que recibiría gracia para llevar a cabo todo lo que había emprendido en favor de la humanidad. El pensamiento de la contienda que estaba ante él hizo que se olvidara de todo lo demás, y su alma fue alimentada con el pan de vida, así como serán alimentadas hoy aquellas almas tentadas que van a Dios en busca de ayuda. Comió de la verdad que debía dar al pueblo, como algo que tiene poder para liberarlos de las tentaciones de Satanás. Vio el quebrantamiento del poder de Satanás sobre los caídos y tentados. Se vio a sí mismo curando a los enfermos, consolando a los desesperanzados, reanimando a los abatidos y predicando el Evangelio a los pobres: haciendo la obra que Dios había diseñado para él; y no sintió ningún apremio del hambre hasta que terminaron los cuarenta días de su ayuno...
Cristo estaba ahora en el desierto, los animales salvajes eran su única compañía y todo en derredor tendía a hacerle bien patente su humanidad. De pronto, un ángel se presentó ante él con la apariencia de uno de los ángeles que había visto no mucho antes, el cual se dirigió a él con estas palabras: "Si eres el Hijo de Dios". Esta era una insinuación de desconfianza. Sus palabras supuraban la amargura que había en la mente [de Satanás]. El matiz de su voz denotaba abierta incredulidad (Carta 159, 1903).
E. G. White
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