Lucifer no apreció como don de su Creador los altos honores que Dios le había conferido, y no sintió gratitud alguna. Se glorificaba de su belleza y elevación, y aspiraba a ser igual a Dios.
Era amado y reverenciado por la hueste celestial. Los ángeles se deleitan en ejecutar sus órdenes, y estaba revestido de sabiduría y gloria sobre todos ellos.
Sin embargo, el Hijo de Dios era el Soberano reconocido del cielo, y gozaba de la misma autoridad y poder que el Padre.
Cristo tomaba parte en todos los consejos de Dios, mientras que a Lucifer no le era permitido entrar en los designios divinos.
Y este ángel poderoso se preguntaba por qué había de tener Cristo la supremacía y recibir más honra que él. (El conflicto de los siglos pág. 549).
El usurpador continuó justificando hasta el mismo fin del conflicto en el cielo.
Cuando se anunció que junto con todos sus simpatizantes debía ser expulsado de las moradas de gloria, entonces el caudillo rebelde atrevidamente expresó su desprecio por la ley del Creador.
Condenó los estatutos divinos como una restricción de la libertad de sus seguidores y declaró que tenía el propósito de conseguir que la ley fuera abolida.
Unánimemente, Satanás y su hueste echaron toda la culpa de su rebelión a Cristo, declarando que si no hubieran sido reprobados, nunca se habrían rebelado.
La rebelión de Satanás habría de ser una lección para el universo a través de todos los siglos venideros, un testimonio perpetuo de la naturaleza y de los terribles resultados del pecado.
La operación del gobierno de Satanás, sus efectos tanto sobre los hombres como sobre los ángeles, demostrarían cuál es el inevitable fruto de desechar la autoridad divina.
Testificarían que el bienestar de todas las criaturas que Dios ha hecho depende de la existencia del gobierno divino y de su ley.
De modo que la historia de este terrible ensayo de rebelión habría de ser una salvaguardia perpetua para todos los seres santos inteligentes,
para impedir que fueran engañados en cuanto a la naturaleza de la transgresión, para librarlos de cometer pecado y sufrir su castigo.
Dios puede retirar de los impenitentes las prendas de su maravillosa misericordia y amor en cualquier momento.
¡Ojalá los seres humanos pudieran considerar cuál será el resultado inevitable de su ingratitud hacia Dios y de su menosprecio de la dádiva infinita de Cristo para nuestro mundo!
Si continúan amando la transgresión más que la obediencia, las actuales bendiciones y la gran misericordia de Dios que ahora disfrutan, pero que no aprecian, finalmente se convertirán en la causa de su ruina eterna (Manuscrito 125, 1907).
MARANATA
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